Press "Enter" to skip to content

Luz – Robin Myers

La conversión de Magdaleno

Dios me ama. Pero no siempre fue así.
Cuando era joven, antes
de que se me empezaran a caer
una tras otra las extremidades
como hongos desprendiéndose de un árbol,
me odiaba tanto que ni siquiera existía.
Él no era nada, no estaba en ningún lado;
yo mismo no era ni siquiera eso.
Les chupaba la sangre a las mujeres,
envenenaba hombres, bebía los licores de la tierra.
Si Dios hubiera sido la tierra, me lo habría
bebido a él también.

Después vino la peste.
La carne, una corteza que se iba desprendiendo;
ya no sentía las extremidades.
La piel, como los restos de un incendio,
que hasta la propias llamas rechazaron.
Todo me rechazaba. Así, cuando yo mismo

me convencí de no desear ya nada,
acostado en el suelo boca abajo,
mientras me atragantaba de polvo,
Dios me habló desde la nada, y dijo:
“Ahora veo
que hay algo que
querés”.

Dios no era nada, pero yo lo había escuchado.
No era nada, e igual creía en él.
Si bien tenía las piernas chamuscadas,
me paré como pude.

Yo podría haber muerto
y él quiso que viviera.
Cuando hasta Dios no es nada, y nada, pero nada
te quiere, de algún modo
vos vivís.

Yo vivo acá sentado. Vivo elevando rezos
como rayos que estallan
en la tierra,
porque ahora mi cuerpo es como un árbol
quemado por un rayo.

Me ama. Cuando uno no ama nada,
y vive aun así,
eso es amor.

Magdaleno en movimiento

A pesar de que tiene solamente una pierna,
un brazo que termina en la mitad
de aquello que promete y una mano
cuya ambición se quedó trunca en los nudillos,
casi nunca está quieto: usando de muletas
los codos, se levanta de su silla;
y alzando todo el peso de su torso
sube cada escalón de una escalera
y se vuelve a sentar. Así, debe elevarse antes
de posarse otra vez: a fin de cuentas
es obediente de la gravedad, aunque le cause sufrimiento. Come.
Agarra el vaso entre el brazo inconcluso
y la mano que ahora es un puño para siempre,
y limpia el plato con el pan. Su boca
es inquieta y severa. Se abre. Aguarda.

Yo antes solía pensar que el cuerpo no podía
sino ser un vehículo para su movimiento, o viceversa.
Me parecía que esta indistinción no era solamente lo que pone
en movimiento la muñeca de la bailarina
como una cinta sobre su cabeza,
sino lo que nos hace creer que esto es así.
Y sin embargo, Magdaleno sabe que somos gesto y nunca gracia,
sino función. Se quita el sombrero y se seca el sudor valiéndose del miembro
que ha improvisado con lo que ya no lo es,
los músculos tirantes más a fuerza de empeño que de músculo,
con la insistencia de la utilidad que las cosas debieran de tener–
y tienen, en efecto: con sus manos sin manos,
que siguen a la búsqueda de algo, empujando, agarrando,
romas sus puntas por la fuerza misma
de su propia intención.

Luz

“Yo creo que al final es todo luz; creo que es aire”
(Larry Levis)

Yo creo que al final es todo luz. Pero no, finalmente,
porque sea algo hermoso o temporario, ni siquiera solemne. Una vez,

con un hombre del que estaba enamorada, fuimos al bosque a caminar y de repente se largó a llover.
No estaba en nuestros planes. Pero a él le encantó; es que era de Wyoming,

y estaba acostumbrado a amar aquellas cosas que el mundo decidía que él podía manejar sin previo aviso.
Sacudía los árboles la lluvia. Convertía el sendero en un riachuelo, levantaba la tierra,

y a mí me parecía que jamás volvería a estar seca. Pero cuando llegamos hasta un risco
y miramos abajo, en dirección al valle, vimos que el sol se abría paso a través de las nubes

que antes lo ocultaban: súbitamente, la tormenta era una tormenta de luz.
Se tiñó todo el valle de un naranja profundo, los árboles brillaban doblemente:

antes por el otoño, ahora por el sol. El hombre
contemplaba, asombrado, el barro reluciente ante nosotros.

Yo creo que al final es todo luz, pero no porque cambie lo que toca.
Yo creo que él creía que estar ahí

nos convertía a ambos en parte del paisaje –y me tocó la cara,
donde tenía lluvia todavía, y quizá algo de luz-; y también me parece que creía

que de algún modo éramos responsables, en el sentido, al menos, de que siempre
lo somos de las cosas que decidimos ver. Yo creo que al final es todo luz,

no, sin embargo, porque nos bendiga o nos borre: sentí, al bajar
por la ladera, una especie de incómoda ternura por el cuerpo

que tenía a mi lado, este hombre cuya mano había tocado mi piel,
como si de verdad todo esto se tratara de su mano y mi piel; cuyo amor por el mundo

siempre será más fuerte cuando posa sus ojos sobre él y mira cómo el sol
resalta todo aquello que él sabe verdadero. Pasamos por al lado de un arroyo

salpicado por esquirlas de luz, como si fueran peces.
Vimos la luz filtrarse por el aire. Y así vimos el aire. Yo pienso que al final es todo luz, pero tan sólo

porque no guarda relación alguna con nosotros, no nos puede ayudar,
tan sólo iluminarnos, de la misma manera en que ilumina una fila de árboles,

una ruta desierta, sábanas arrugadas al amanecer tras la partida del amante.
Pienso que todo es luz, porque nos encendemos y después nos apagamos,

luego nos encendemos otra vez, le demos importancia
o no a ese hecho. Porque no. No podemos.

Lo demás

¿De qué se trata en realidad, esta necesidad de compararlo todo,
de hacer que cada cosa se parezca a otra cosa, de abrirse paso a fuerza de metáforas]
hacia un tipo de calma que no sea parecida a un andamio construido alrededor del aire, sino concretamente eso?]
Me senté en una iglesia en Masaya, Nicaragua, mientras caía la tarde,
elegí el banco por la forma en que la luz bañaba el suelo, filtrándose a través]
de los vitrales con reflejos rojos.
Pensaba, al observarla, que esa luz se parecía un poco a una mancha de sangre]
que se fuera extendiendo sobre algo blando y luego se la dejara al sol; quizá se pareciera más]
al agua de sandía derramada sobre sábanas blancas. Pero al final,
honestamente, se parecía más a una luz roja reflejada en el suelo de una iglesia en Masaya, Nicaragua,]
mientras caía la tarde. Y te pido perdón por apartar esa luz de sí misma,]
por anunciarte que esta noche la luna es más delgada que una moneda sumergida en agua,]
por decirte que cuando te reís te parecés a un fósforo al momento de encenderse.]
Yo, si pudiera, viviría de un fogonazo cegador a otro,
si aquello no entrañara alguna forma de desesperación, un debilitamiento
de la fe, si es que puedo tomar prestada esa metáfora; un desarmarnos a nosotros mismos como un rompecabezas,]
junto con cada vínculo que establecemos y pedimos; la plenitud, sin duda,]
es algo secundario y más penoso. Puesto que cada vez que respiramos
es en verdad igual a la vez anterior; caso contrario, tengo que creer
que eso que se transmite, se comparte, o al menos se recuerda, es hacia dónde va esa respiración,]
por qué sucede, por qué la necesito; es todo, todo lo demás.

La metafísica de Pedro el heladero

Según lo veo yo, el cielo es otro mundo, nada más,
y yo no soy de ahí.
Vi un programa en la tele acerca de los peces de las profundidades,
que viven tan profundo que casi no son peces, sino apenas
pinchos y lamparitas que relumbran en un lugar extraño.
Nosotros no podemos bajar tanto, excepto en una máquina.
De intentar respirar, nos ahogaría el agua,
y nos aplastaría la oscuridad. Mientras que aquellos peces
se la pasan nadando por ahí, con sus luces de giro y sus dientitos,
comiendo lo que sea que ellos comen,
todas nuestras palabras y los planes que hacemos no nos sirven de nada;
y todas esas sombras y las cosas que brillan,
junto con la comida invisible de los peces,
tienen bastante más sentido que nosotros.
¿Por qué sería diferente el cielo?
Otro país por el que para entrar tenemos que morir,
y donde ya no importan la tierra ni la sangre ni los huesos,
y hay que aprender a parecerse al aire
después de caminar por tantos años.
Cuando a la noche prendo una vela al costado de mi cama,
eso es lo más que llego a parecerme
a los peces de las profundidades.
Se me voló el sombrero un día de viento;
quizá eso se parezca un poquito a volar
o a tener un espíritu o a ser uno. Jamás volví a encontrarlo.
Quizá llegue a algún lado antes que yo,
quizá me quede donde estoy sin él.

Traducción al español por: Ezequiel Zaidenwerg.
Robin Myers: Poeta norteamericana y traductora al inglés. Entre sus últimas traducciones se encuentran la obra de Luis Cernuda y de Gonzalo Rojas.

Sé el primero en comentar

    Deja un comentario

    Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *