En mis libros, siempre intento dejar suficiente espacio en la prosa para que el lector la habite; porque en definitiva creo que es el lector, y no el autor, quien escribe el libro. En mi propio caso como lector (¡Y sin duda he leído más libros de los que he escrito!), encuentro que casi invariablemente me apropio de escenas y situaciones de un libro y las aplico a mis propias experiencias, o viceversa. Al leer Orgullo y prejuicio, por ejemplo, de pronto me di cuenta de que había situado todos los sucesos en la casa donde viví cuando era pequeño. Por minuciosa que sea la descripción que un autor hace de un lugar, yo siempre acabo convirtiéndolo en un escenario familiar. He preguntado a varios amigos si esto les sucede al leer ficción; algunos me han contestado que sí y otros que no. Creo que esto tiene mucho que ver con la relación que cada uno tiene con el lenguaje, con la forma en que responde a las palabras impresas en una página. Si las palabras son simples símbolos o son pasadizos para penetrar en nuestro inconsciente.
Un escritor puede llegar a pasarse, a abrumar al lector con tantos detalles que no le deja aire para respirar. Tomemos un pasaje típico de novela. Un personaje entra en una habitación. ¿Qué elementos de esa habitación pretende describir el escritor? Las posibilidades son infinitas. Puede mencionar el color de las cortinas, el diseño del papel, los objetos en la mesa de café, el reflejo de la luz en el espejo. Pero ¿cuánto de esto es realmente necesario? ¿La función del novelista consiste simplemente en reproducir sensaciones físicas por sí mismas? Cuando escribo, la historia ocupa siempre un lugar preponderante en mi mente, y siento que debo sacrificarlo todo por ella. Todos los pasajes elegantes, los detalles curiosos, la prosa considerada hermosa… si no son realmente relevantes para lo que intento decir, deben desaparecer. Todo está en la voz. Después de todo, uno está contando una historia, y su función consiste en hacer que la gente continúe escuchándola. La menor distracción o desvío conduce al tedio, y si hay algo que todos odiamos al leer un libro, es perder el interés, sentir aburrimiento, indiferencia por la frase siguiente. Al final, uno no escribe los libros que necesita escribir, sino aquellos que le gustaría leer a uno mismo.
Extracto de Entrevista con Joseph Mallia, “Experimentos con la verdad” (Paul Auster, 2001).
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